The City of Numbered Streets. New York and Federico García Lorca
Federico García Lorca spent nine months in the United States. From an artistic point of view, his stay in New York was a quite fruitful period: the posthumously published volume Poet in New York was born there and it was also there where he began writing a kind of revolutionary plays, The Public and When Five Years Pass, that were then finished back in Spain. The experience gained in the Big Apple was quite beneficial for Federico García Lorca and this essay reviews the poet’s impressions about his friends, the English language, the City, Broadway, Harlem, the Stock Exchange and the Afro-Americans.
“París y Londres son dos pueblecitos
si se comparan con esta Babilonia
trepidante y enloquecedora.”
— Federico García Lorca a su familia,
28 de junio de 1929 (García Lorca 1997, 615).
Federico García Lorca pasó en América un año entero entre 1929 y 1930: nueve meses en los Estados Unidos y tres meses en Cuba. En junio de 1929 dejó su patria en un estado anímico deprimido causado por una doble crisis (Martínez Nadal XXIX-XXI): la profesional por el enorme éxito del Romancero gitano que le convirtió casi de la noche a la mañana en poeta de fama nacional y, la otra emocional, causada por el fracaso de su íntima relación con el escultor Emilio Aladrén. Según Luis Rosales –el poeta granadino en cuya casa recibió Lorca asilo unos días antes de su muerte– Federico estaba muy cercano al suicidio (citado por Gibson 2009, 199). En esta depresión profunda le llegó la oferta de Fernando de los Ríos, su antiguo profesor en la universidad y buen amigo de la familia García Lorca, que pidió al joven que le acompañara durante su viaje a América.
Fue la primera vez que García Lorca viajó al extranjero y, como es bien conocido, los doce meses transatlánticos dejaron una huella imborrable en la vida tanto artística como emocional del granadino. Durante este período nacieron los poemas del futuro tomo Poeta en Nueva York, un libro editado póstumamente en 1940, pero hasta el 2013 no se editaron en su estado original, y según los deseos de su propio autor (García Lorca 2013). Un libro que se ha convertido no solamente en uno de los poemarios emblemáticos de la lírica moderna universal, sino que ha llegado a representar el máximo exponente del cosmopolitismo de la literatura contemporánea.
En el presente ensayo quisiéramos examinar solamente la influencia de la metrópoli sobre el poeta o como García Lorca decía “Nueva York en un poeta” (García Lorca 2008, VI, 343), que no es simplemente un juego con el orden de las palabras del título del tomo arriba citado, sino que expresa magistralmente lo que significaron para Federico sus propias vivencias en la gran urbe. Por las limitaciones de extensión, naturalmente no podemos tocar todos los temas y momentos importantes de la estancia americana de García Lorca, solamente vamos a esbozar un panorama general que tenía el poeta andaluz sobre Nueva York y los americanos. No vamos a tocar los poemas del libro Poeta en Nueva York – aunque son de sumo interés ya que forman un espejo artístico del Lorca de aquel entonces – porque quisiéramos acercarnos al poeta más bien desde un punto de vista biográfico. Así, durante nuestra investigación, hemos utilizado sobre todo la abundante correspondencia del poeta que sostuvo durante los nueve meses con su familia y sus amigos.
Antes de empezar la travesía de siete días de duración, Fernando de los Ríos y Federico García Lorca, dos hombres andaluces, hicieron escala en París y en Londres, y una visita relámpago a Oxford. El transatlántico Olympic dejó el puerto de Southampton el 19 de junio de 1929 y desembarcó en Nueva York el 26 del mismo mes. Las cartas de Federico, escritas el 6 y entre el 20 y el 25 de junio a Carlos Morla Lynch, embajador de Chile en Madrid, y amigo muy cercano de Lorca, nos descubren la enorme ambivalencia que albergaba el alma del poeta: “New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí” (García Lorca 1997, 611). A comienzos de junio aún se sentía fuerte y contento (612), pero su energía se desvaneció con la aproximación de su llegada a unas tierras desconocidas: “Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra […]. No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico” (613-614) – escribe a bordo del barco. Sin embargo, la emisiva enviada a su familia dos días después del desembarco ya revela otro cambio en su estado anímico: “ […] estoy contentísimo, rebosando alegría” (614).
Lorca vive las primeras semanas neoyorkinas con gran intensidad, como lo descubren sus largas cartas enviadas a sus queridos. Las primeras impresiones están llenas de entusiasmo, pues ya el 28 de junio escribe a su familia: “Tendría necesidad de escribir 200 cuartillas para contaros mis impresiones” (614). Pronto le fascinaban los rascacielos iluminados que tocaban las estrellas, las miles de luces, los ríos de autos y ya encontró unas metáforas adecuadas para nombrar a una ciudad increíble: una “Babilonia trepidante y enloquecedora” (614-615). Para expresar la grandiosidad de Nueva York, y para que sus familiares pudieran tener alguna idea de las dimensiones de su destino transatlántico, Lorca utiliza unas comparaciones entre su querida ciudad andaluza y la monstruosa metrópoli apenas conocida: “En tres de éstos [rascacielos] cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas” (616). A pesar de las medidas inhumanas de la ciudad, Nueva York le parecía “alegrísim[a] y acogedor[a]” con una “gente ingenua y encantadora” donde se sentía muy bien, mejor que en París o en Londres – llega a la conclusión (616).
En cuanto a la descripción y caracterización de la gente americana, el poeta siempre utiliza unos adjetivos positivos (bondadosos, inocentes, amistosos, abiertos y cordiales, etc.), pero tampoco oculta su opinión negativa sobre lo maleducados que son los americanos: “un pueblo absolutamente salvaje” con la “inocencia de animales” que “estornudan sin sacar el pañuelo y dan voces en todos los sitios” (655-656). En otra carta critica también la superficialidad y la falta de sensibilidad de los americanos: “esta gente tiene muchos menos sentimientos que nosotros, porque, como es natural, apenas tienen alma. […] No tienen espíritu, son buenos, sin profundidad […]” (676).
Es interesante que el tono alegre de casi todas las cartas enviadas a su familia está en fuerte contraste con el estado anímico reflejado en los poemas del ciclo neoyorkino. Es bien conocida la fuerte relación entre madre e hijo que unía a Federico a Vicenta Lorca. Así, hay que suponer que el joven quería ofrecer a su madre una visión positiva de su estancia en América, ejerciendo una especie de autocensura (Maurer y Anderson IX) y es entendible también que bajo la soltura del tono de estas misivas se ocultara un Federico menos fuerte y mucho más sensible.
Si Carlos Morla Lynch recibió de la travesía de su amigo granadino una carta angustiosa (García Lorca 1997, 613-614), el diplomático chileno pudo tranquilizarse un poco en octubre: “Estoy seguro y alegre. Ha vuelto a nacer aquel Federico de antes que tú no has conocido pero espero que conocerás” (653) – escribe Lorca sobre su propio estado anímico. Sin embargo, insistimos en que estas confesiones eran también simuladas, ya que los poemas de este periodo descubren que la obsesión de Lorca con su infancia y su desesperación sexual no disminuyeron nada (Gibson 2010, 397).
El joven poeta, “un inútil y un tontito en la vida práctica” (García Lorca 1997, 611) necesitaba apoyo de amigos para sobrevivir su primer viaje al extranjero. “Si yo en Nueva York no tuviera amigos […], esta ausencia sería tristísima […]” (632) – escribe Lorca a sus queridos el 8 de agosto. Le acogieron con mucho cariño unos hispanistas destacados, entre ellos Federico de Onís y Ángel del Río, muchos hispanohablantes, españoles y latinoamericanos. Por supuesto, hizo amistad también con un sinfín de americanos y extranjeros, pero en compañía de los hispanohablantes se movía obviamente con mayor soltura que entre los que hablaban solamente el inglés. La lista de las personas que se pusieron en contacto con Lorca en América es casi infinita, así es imposible dar una enumeración completa. Con un esbozo rápido mencionaríamos a Gabriel García Maroto, León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, Emilio Amero, Herschel y Norma Brickell, Campbell Hackforth-Jones, Mildred Adams, Irving Henry Brown, John Crow, Francis Hayes, Philip Cummings, Nella Larsen, Dorothy Peterson, entre muchos otros. Además, durante los nueve meses Lorca tuvo posibilidad de encontrarse con otros compatriotas suyos (por ejemplo, con Julio Camba, Concha Espina, Dámaso Alonso, Antonia Mercé, Encarnación López Júlvez, Ignacio Sánchez Mejías, José Antonio Rubio Sacristán, para mencionar a algunos) que justamente durante aquel periodo visitaban la Gran Manzana y coincidieron con su conocido granadino. El poeta, pues, estaba realmente rodeado de amigos “por gente que se interesa por mí y a la cual yo he procurado serle simpático” (618) – como escribe a su familia.
Después de pasar la primera fase de aclimatación, García Lorca empieza a seguir los cursos de inglés para extranjeros de la Universidad de Columbia. En las cartas enviadas desde Nueva York hay muchas alusiones al proceso de aprendizaje del idioma. Las primeras misivas expresan aún el entusiasmo del joven granadino y parece que le ofrecieron al poeta un sinfín de posibilidades que le ayudaban en el difícil camino del inglés. Federico de Onís, uno de los hispanistas más celebres de los Estados Unidos en aquel entonces, hizo también todo lo posible para que García Lorca aprendiera el idioma. “Hay que poner al poeta bloqueado de ingleses para que no tenga más remedio que hacer su esfuerzo” (615) – decía. El 8 de julio empezaron también los cursos de inglés en la universidad y Federico expresaba aún su optimismo en cuanto al aprendizaje: “Yo creo que tengo cierta facilidad para el inglés. ¡Veremos a ver!” (620).
Parece que al principio no le faltaba la diligencia al joven andaluz y frecuentó las clases regularmente. Aunque no ocultaba tampoco sus dificultades y se lamentó por lo difícil que era la pronunciación inglesa: “ellos pronuncian las «a» de seis o siete modos, así es que es un lío” (650). El poeta avisó a sus padres el 22 de agosto que había terminado sus cursos y recibió una nota sobresaliente en los exámenes de inglés (638). Sin embargo, desde las investigaciones de Eisenberg (17-19) ya sabemos que Federico mintió a sus padres ya que ni siquiera se presentó para el examen, y así tampoco pudo recibir una nota en su expediente.
Pues bien, a pesar de todos los esfuerzos, al fin no logró superar las dificultades de la lengua. Entre los dones del joven andaluz no figuraba el de los idiomas (Gibson 2010, 375) y, a pesar de todas las intenciones y la energía de muchas personas, el dominio del inglés adquirido por García Lorca durante su estancia en Nueva York fue mínimo. Sin embargo, no se quedaba mudo ya que con su personalidad fascinante y temperamento amistoso y, por supuesto, con sus recitaciones poéticas y musicales, conquistó muy pronto a su público.
En las descripciones de Lorca sobre la ciudad norteamericana podemos descubrir una fuerte ambivalencia. Una frase de la carta enviada a Cummings (el 6 o el 7 de julio de 1929) expresa bien el contraste que albergaba el alma del poeta en aquel momento: “perdido ahora en esta babilónica, cruel y violenta ciudad, llena por otra parte de gran belleza moderna” (García Lorca 1997, 624). Recibimos semejante impresión en su conferencia-recital Un poeta en Nueva York donde habla sobre la lucha de los rascacielos con el cielo que es – según dice – poética y a la vez terrible (García Lorca 2008, VI, 345). Por un lado, se entusiasma por todo, admira la modernidad, la velocidad, la riqueza de razas y colores, de religiones y la tolerancia, pero, por otro lado, se horroriza también por el ambiente inhumano de la ciudad “babilónica, cruel y violenta” que para “un poeta del Sur” era un ambiente tan distinto de lo suyo (García Lorca 1997, 624).
Al joven andaluz desde el primer momento le impresionó mucho el orden de una ciudad caótica. Constató que para él sería mucho más fácil orientarse allí que en París o en Londres, por ejemplo, ya que Nueva York se construyó en la pura matemática y lógica. La estructura cuadriculada y las calles indicadas con números, realmente facilitan la orientación de los turistas y son la “única manera de organizar el caos del movimiento” (616). Muchas veces iba de paseo solo para conocer la ciudad sin el comentario y la orientación de los otros (634-635), y hasta el mes de octubre nunca se perdió (654).
Los dos elementos de la ciudad – según las palabras de la conferencia-recital ya citada – son la “arquitectura extrahumana” y el “ritmo furioso” (García Lorca 2008,VI, 344). Los rascacielos, más altos que la luna, con los anuncios luminosos de colores, las locuras eléctricas, los ritmos mecánicos y los ruidos de metal de Times Square le ofrecieron a Federico un espectáculo increíble de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo (García Lorca 1997, 617, 670). Le cautivó el ritmo de las obras urbanísticas y que – con no poca exageración – “cada día levantan nuevos rascacielos”. Fue testigo concretamente de la construcción de Chrysler Building, un edificio enorme “con cien pisos, blanco y negro, que es una verdadera maravilla” (661). Pero veía claramente el lado oscuro de la modernidad y se estremecía por aquella esclavitud dolorosa del hombre en la que es perdonable hasta el crimen (García Lorca 2008,VI, 344-345).
Sin duda alguna el teatro fue uno de los divertimientos preferidos del joven andaluz en América, y el espectáculo del Broadway le cortó la respiración (García Lorca 1997, 616). Al referirse a esta pasión suya, en sus cartas, muchas veces pide dinero extra de sus padres: “que papá no se olvide de mandarme […] el dinero […] para tener para ir a teatros, cosa que me interesa enormemente, pues aquí el teatro es magnífico y yo espero sacar gran partido de él para mis cosas” (636). Estas misteriosas “mis cosas” se manifestarán más tarde en su teatro bajo la arena con piezas como El público y Así que pasen cinco años, inspirados por el teatro experimental y de vanguardia de Nueva York. Entre los teatros visitados por Lorca destacaban Neighborhood Playhouse, el Theater Guild y el Civic Repertory, unos teatros que montaban interesantes obras contemporáneas. El primero, durante la estancia de Lorca, ponía en escena varios musicales muy animados, mientras que los otros dos teatros eran famosos por sus montajes de obras extranjeras, entre ellas las de Tolstoi, Strindberg, Ibsen, Andreiev, Claudel, O’Neill, Molnár, Bernard Shaw, o Chejov (Maurer 1986, 133-136). Además, Lorca vio un montón de espectáculos en otros lugares del Broadway, entre ellos los del teatro chino (García Lorca 1997, 635), una revista negra (“uno de los espectáculos más bellos y más sensibles” (660)), otros espectáculos de los teatros negros (el Lafayette, el Lincoln, el Alhambra (Maurer 1986, 137)), y muchos otros estrenos que constituirían, sin duda alguna, un estímulo importante para la futura obra dramática de Lorca. Igualmente le encantó el cine hablado bajo cuya influencia nació su guion cinematográfico Viaje a la luna.
El poeta del Sur tuvo la posibilidad de conocer también el mundo frío y cruel de Wall Street, el lugar de los negocios, la Bolsa, los bancos y los grandes rascacielos de oficinas (García Lorca 1997, 637). Su primera visita la hizo aún en agosto, es decir antes del 24 de octubre, fecha trágica del mundo bursátil. En el espectáculo del dinero, entre las voces, los gritos y el ruido de los ascensores, los ojos sensibles del poeta descubren también el elemento humano: “se ven las magníficas piernas de la mecanógrafa […], el simpatiquísimo botones con pecas que hace guiños y masca goma, y ese hombre pálido […] que alarga la mano con gran timidez suplicando los cinco céntimos” (637).
García Lorca fue testigo también del viernes negro de la Bolsa, cuando “se han perdido ¡12! billones de dólares”, un “naufragio” que dejó un recuerdo imborrable en la retina del poeta. El desorden, el histerismo, el sufrimiento y la angustia reinaban en las calles, que ofrecieron a García Lorca una visión nueva de aquella civilización “cada vez más extraña […] y más llena de absurdos y situaciones increíbles” (661). Es interesante que el joven andaluz observaba los acontecimientos con “gran sangre fría” y, aunque no quería escribir que le gustaba, sí que estaba contento de haber presenciado (662) aquella horrorosa Danza de la muerte de la humanidad. El trágico acontecimiento del mundo del dinero sirvió para reforzar la aversión de García Lorca hacia el capitalismo, un sentimiento que estaba presente también en su obra temprana (Gibson 2010, 401).
Diferente tipo de espectáculo esperaba a Federico en Coney Island que visitó en julio, apenas llegado a la Gran Manzana. La isla en la desembocadura del río Hudson se dedicaba al entretenimiento de la multitud: parques de juegos, títeres, y todo tipo de extravagancias atraían a la gente. “Un espectáculo estupendo, aunque excesivo, y […] demasiado popular” (621) – opinaba Lorca. Se calculó que el 4 de junio de aquel año (fiesta nacional de los norteamericanos), casi un millón de personas visitaron la isla (Maurer y Anderson 17). Junto al divertimiento le sorprendió a Lorca el comportamiento primitivo de los americanos que muy borrachos vomitaban y orinaban en grupo (García Lorca 2008, VI, 349). El recuerdo quedó poetizado también en dos piezas del ciclo neoyorkino, en Paisaje de la multitud que vomita y en Paisaje de la multitud que orina.
En Coney Island se situaba un ciclorama llamado Viaje a la luna que seguramente atrajo la atención de García Lorca ya que no puede ser una pura casualidad que también el único guion cinematográfico del artista andaluz –al que ya nos hemos referido– nació en América y justamente con el mismo título Viaje a la luna, que realmente no tenía nada que ver con la película homónima de Georges Méliès (Le Voyage dans la Lune, 1902).
Lanzándose a las calles, Lorca pudo constatar lo multicultural que era –ya en aquel entonces– Nueva York. Allí se dieron cita todas las razas de la tierra, pero todos seguían siendo extranjeros con la única excepción de los negros, el elemento “más espiritual y lo más delicado de aquel mundo” (García Lorca 2008, VI, 346). Su descripción sobre los negros nos recuerda inevitablemente sus palabras sobre los gitanos de quienes escribió lo siguiente: “lo más elevado, lo más profundo y lo más aristocrático de mi país” (359). La sugestión, pues, que ejerce sobre el granadino el negro es igual a la que ejerce el gitano, y la situación social de ambas razas también es semejante (Umbral 154).
Lorca empezó a escribir sus primeras poesías en América en agosto, seis semanas después de su llegada a la ciudad, y es de sumo interés que la temática de éstas se centra justamente en los negros. El 8 de agosto escribe a su familia: “empiezo a escribir, y creo que cosas que valen la pena […]. Son poemas típicamente norteamericanos con asuntos de negros casi todos ellos” (García Lorca 1997, 631). Verdaderamente, las dos primeras composiciones, El rey de Harlem y Norma y paraíso de los negros (escritos en la primera mitad de agosto) se inspiraron en los habitantes afroamericanos del famoso barrio de Manhattan. El rey de Harlem, “prisionero con un traje de conserje” (García Lorca 2013, 180) aparece como símbolo de la raza de los esclavos arrancada de su África, trasplantada al Nuevo Mundo y forzada a servir al hombre blanco (Gibson 2009, 204). El poema sobre el monarca negro, parece indicar que Lorca encontró una similitud no solamente entre la música negra y el cante jondo (García Lorca 1997, 626) sino también entre la situación social de los gitanos y la de los negros. En El Rey de Harlem Lorca alza su voz no solamente por la raza negra, sino también por la liberación de todas las minorías. Pero Lorca no parte de una visión objetiva, política, social, realista del problema, sino que su adhesión a las razas malditas –ya que él mismo era un poeta maldito– es incondicional y apasionada (Umbral 159). A Lorca – según Umbral – le llevan tres tirones a los negros, como en el caso de los gitanos también: el esoterismo, el sexualismo y el exotismo (154). La espontaneidad, la energía, la música y la desenfadada sexualidad de los gitanos prolongan el simbolismo de los gitanos del Romancero, pero esta vez en un contexto mucho más amplio.
García Lorca se solidarizó con los negros norteamericanos no solo desde un plano social sino también por la música. El jazz, expresión más rica de los negros, cautivó al joven andaluz que descubrió que el origen del jazz, como el del flamenco es misterioso y de carácter sincrético. En el jazz se mezclan las tradiciones tribales de África, la música de los esclavos que trabajaban en las plantaciones y construcciones en los EEUU, la música religiosa y la de los blancos (Ortega 161-162). Semejanza entre el jazz y el flamenco que ambas músicas son expresiones telúricas de un pueblo que ha sido aislado social y geográficamente. Además, ambas quieren expresar la memoria cultural de su pasado colectivo. Tanto en el flamenco como en el jazz el artista es el compositor y el intérprete, y la interpretación en ambos se atiene más a la persona que al tema. Entre las diferencias hay que mencionar el predominio instrumental en el jazz, y que la canción gitana no se asocia tanto al trabajo (162).
De entre sus conocidos negros se destacó una escritora, Nella Larsen, “una mujer exquisita, llena de bondad y con esa melancolía de los negros”, y “con ella visit[ó] el barrio negro, donde vi[o] cosas sorprendentes” (García Lorca 1997, 625). En Harlem conoce el poeta los cantos y los bailes de los negros que despiertan su interés. Con mucho entusiasmo escribe a su familia: “Los negros cantaron y danzaron. ¡Pero qué maravilla de cantos! Sólo se puede comparar con ellos el cante jondo” (626).
En los mensajes enviados por Lorca podemos encontrar muchas referencias no solamente a los negros sino también a la diversidad de costumbres de la gente neoyorkina. Es sorprendente también el número elevado de las alusiones a la religión, explicable, tal vez, con el interés de su familia (634). A Federico le sorprendió mucho la tolerancia que se practicaba en los Estados Unidos, inimaginable en su patria, un país católico hasta las médulas. A pesar de eso no oculta su aversión por el protestantismo que le parecía “lo más ridículo y lo más odioso del mundo” (626), y entendía el término protestante como “equivalente a idiota seco” (647), constatando más veces que “la belleza y la profundidad del catolicismo es infinitamente superior” (634). La variedad de razas y cultos le fascinaban al poeta, sin duda alguna, pero le ayudaban también para que se sintiera no solo español, sino profundamente español católico (Gibson 2010, 379).
Lorca se despidió de Nueva York “con sentimientos y con una admiración profunda” (García Lorca 2008, VI, 352) y sabía que de aquel Senegal con máquinas recibió la experiencia más útil de su vida. La primera mención de la noticia sobre la invitación de Federico García Lorca a Cuba podemos encontrarla en la correspondencia del poeta, en una carta enviada a su familia durante la segunda mitad de diciembre (García Lorca 1997, 671), aunque el poeta ya sabía de su posible viaje a la isla caribeña desde la carta de Campos Aravaca (el 14 o el 19 de septiembre de 1929, Maurer y Anderson 54) en la que el antiguo compañero granadino invitaba a Federico a visitar el país donde estaba aquel entonces como cónsul español en Cienfuegos. La primera mención no dice nada concreto (“no adelanto ni digo nada mientras las cosas no sean hechos realizados” (García Lorca 1997, 671), pero luego vuelve al asunto con más precisión en otro mensaje: “Ya es seguro que voy a Cuba en el mes de marzo. […] Allí daré ocho o diez conferencias” (674).
Su estancia en Cuba –que ahora ya no podemos detallar (véase el libro de Dobos 2007)– será otro tipo de experiencia no menos importante. Allí sentía que volvió a sus raíces, a una América española y se enamoró del lugar tanto que escribió lo siguiente: “Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba” (686).
Sin duda alguna, Federico García Lorca tendió un puente entre España y América como quizá ningún otro español lo había hecho hasta entonces (Roffé 2011). Sus travesías transatlánticas –las otras en 1933 y 1934 a Buenos Aires y a Montevideo– le convirtieron en una suerte de embajador cultural en las tierras americanas tanto anglosajonas como hispanohablantes.
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